No sé explicar cómo sucedió esta
necesidad de amar, de adorarte.
No sé cómo aclarar esta repentina
emoción que descendió como una nube vertiginosa hasta donde me hallaba
distraído.
De pronto me congestionó el pecho,
como se embotellan los pulmones con el aire.
Reventó una primavera en mí, y no
supe explicar tanto retoño, tanta humedad. Broza y rocío acudieron y permanecieron
para calificar lo antecedente como accesorio.
Recuerdo, que para el suceso, un aroma
de aceitunas, digo aroma, porque reprodujo su evanescencia en un conjunto franco, temporalmente extraño, pero indicado, tradicional, e hizo apurar y depurar mi respiración.
Por ello resucité aquél día feliz
en que me hallaba pensativo. Obtuve un descanso para mi cansancio de entonces,
y los ruidos del desahogo fue la carta indivisible.
A partir de ese minuto, se abrió
una coyuntura para extenderse en mi frente y trazara fácilmente su cifra.
Lo digo abrazando la realidad, a mi
realidad. Lo escribo en pliego para que se enrolle como una serpiente provechosa:
estoy enamorado de ti, Palestina, de tu incesante búsqueda de la paz transpirada
por el desierto y adelgazada por manos insufribles constantemente. De tus
naranjas, que como soles, encienden la entrega en las fruterías. De tus hijas,
herederas de la hierba en los ojos. De tus hijos, felices arrodillados en la
hora hasta la última oración.
Sé que tu corazón lo tienes
comprometido, inclinado para sobrellevar la cruz que te ha dejado la mejilla encarnizada.
Me comprometo, Palestina, a seguir tus movimientos
y conseguir tu armonía despojada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario