viernes, 16 de diciembre de 2016

Los olivares de Alepo


¿Quién compuso la guerra?


     ¿Quien compuso la guerra?
    
     ¿Quién implantó su régimen con reglamentos, con excesos?
    
     ¿Quién hizo rodar sus dados en la mesa?

     ¿Quién la hizo?

     ¿No se sabe, acaso, que sus dientes roen la hogaza de los días?

     ¿Por qué se empuja en acariciar esas barbas de Marte?

     La guerra es una mujer muy dura y duradera en el dolor. Al elevarse,
como propósito por nadie previsto, hace desvestir la rutina.

     Por más que le hallen razones o raíces ¡tarea desquiciante!,
la guerra siempre dolerá. Su ruido es tan confuso, que, con desmotivo ninguno,
acalla el tictactear de los relojes.

    

No existe guerra pequeña, eso nunca ha ocurrido, porque siempre
será extensible su terror, prefiere desbordar con la bilis cuadriforme la hidrografía
 y no fijar un pantano.

     Yo le tengo miedo, ¿y quién no? ¿Acaso tú?

     ¿Quién no teme extraviar la palabra en su insolencia?

     ¿Quién o quiénes piden estar en ella? ¿Cuántos piden
bailar detrás de su rabo?

     Insisto, la guerra siempre duele.  Con tan solo nombrarla,
duele. Intentar olvidarla, duele. Duele porque duele. Duele
en mis pies, duele en los tuyos, duele en los del vecino. Duele en toda
las estaciones y a toda hora.

     Y en los individuos detrás de ella, en el anonimato,
al parecer no les duele. Y quien ha muerto, ya no le duele.

   
En Alepo, la guerra le cambió los nombres a los días, por:
vacío, sima, detrimento, despojo, dureza, carcoma, olvido.

     Sin importarle el territorio nominado, la guerra refrota por sus
narices cuáles huesos lustrar y
dónde escarbar el pudridero.

     Nadie supo la anchura de las calles en Alepo, sino
hasta cuando el bombardero las encajonó en la ruina.

     En la guerra hay un mundo, un Alepo, con un estratega ardiente
que ningún ciudadano absolvería.

     ¡Oh, guerra!, ¿Cómo destruirte? Quien lo
intentare,
invocaría, sin saberlo, sus mismas armas, y así habría vencido nuevamente.



 
 
Los metales destructores de muros 
 
 
       Cuando aconteció la era de los metales, cuando al fin pudimos moldear las durezas de la tierra, 
sus especias más férreas, se nos ocurrió, antes, durante o después de la forja, colocarles nombres, 
porque, hasta entonces, no tenían signo ni rostro 
y era necesario elegirlos para conocerlos, para subyugarlos. 
 
       Y así fue que llamamos 
al cobre, cobre; al bronce, bronce;
al hierro, hierro.
 
       Y advenidos los señores nuevos, nos permitieron, en un principio, 
las herramientas para el trabajo,
y luego, sin nosotros intuirlo,
nos castigaron, nos suspendieron la lógica, con armas incisivas: dagas, puñales, jabalinas, espadas.
 
       En ese momento, momento neurálgico, deduje 
que la guerra se nos había posado a los oídos, convenciéndonos en desechar lo hecho.
 
       
       Y los subyugados fuimos nosotros.
 
       Tiempo después, ya negado el engaño, nos tropezamos con otros metales, más 
fraternos, más nobles, con aires de castigo, de amenaza, para moldear 
las espoletas, los mecanismos espinosos destructores
de los muros de Alepo.






El niño de Alepo


     ¡Ya basta! ¡Ya basta, señores!

     ¡Detengan las insistencias de sus cabezas de furia!
    
     ¡Por Dios! ¡Cuántos dedos pueden proveerle a la atrocidad!
    
     No deberían darle espacio a la infancia en la guerra.
         
     No deberían, siquiera, empujar su anonimato en ella.

     No deberían restregar su nieve, cuando vaga, en reclamo, un albedrío delirante.

     Allí lo veo sentado, inmutable en su triste inocencia, calcinado el capullo.

No sabe llorar, no ubica el llanto, o no está al corriente de la altura de su desamparo.

     Quizá el llanto se le haya caído detrás de las transgresiones. Quizá.


Quizá no sepa el cómo, el cuándo desecharse tras resquebrajarse los cartuchos. Quizá.

     Quizá no palpa su tristeza, o acaso sí, la de los otros a quienes no ve, de los caídos,
del hogar, de lo que queda. ¿Es esta
la otra razón, la otra normal evidencia
de sentirse vivo? Quizá

     La iniquidad, la maga agresora, la que aspira y conspira contra la armonía, la que, en este relámpago, impactó desde el sobresalto,
deja al niño de Alepo con su día desprendido,
con el polvillo venciéndole su pequeña frente apabullada.

En sus ojos
no logro ver nada, no hallo una intensión de luz sobre cómo permanece su alma. No reconozco
la infancia en esa postura, con las manos pacíficas como en un atardecer.

     Está pasmado. Al parecer la resignación es su vianda, es su tendón de costumbre. Por eso no malgasta sus lágrimas,
el vencido no recurre a la simple angustia por la rutina.

    
El niño de Alepo es un residuo rescatado por pocas manos desde
que partió el caos hacia su pureza.
     ¡Qué traspiés a la sabiduría, al corazón!, sentirse más humano, desde la entraña, ahora, encendida la ausencia y no cuando nunca.

Las acusaciones ante los monseñores no tendrán ningún sentido, mientras éstos, glaciales, perpetradores, prefieran soltar las amebas
y no las alevillas.





En Alepo

    
Cuando la guerra se abrió de arriba abajo en Alepo, cuando izó su frente frenética, los malestares de las semanas repercutieron, como nunca antes, sobre los hombros.

Fue la ocasión para que los metales escondidos guarecieran los sueños de los alepinos, también para que ahondaran sus sepulturas en las granjas como fauces irritadas.

La noche no pasó inadvertida de tanta rotura, y su humedad debió posponerse hasta tanto los humos liberasen, de sus crestas, cada uno de los alminares.

No es de extrañar que se suministrara una dosis de Vietnam,
un solo mediodía de éste, o mejor dicho, una de sus suturas, una de sus impurezas, uno de sus histerismos.

Imitaron, con tal humorada, los desgastes de aquellas armas en las emboscadas, de su Napalm se permitieron la combustión
y carbonizar el duro olivo. Provocaron gradualmente las drupas hasta amedrentarlas.


Las detonaciones fueron sustituyendo al silencio en su caja para oídos. Truenos que nadie amaría. Las abejas del día
decayeron todas, una a una, en mal momento, por las balas homicidas.

     Y los residentes, al cerrar de ojos, fueron ciudadanos, al siguiente, asilados.

     Los cocinas, todavía en reposo con los almuerzos, desaparecieron bajo los escombros, con todo lo hervido y el hambre fue el signo compasivo de seguir viviendo.

     Los barrios fueron devueltos, o revueltos a la arcilla, con tal severidad, que no fueron merecedores para amasarlos.

     No llores, hermano, no lo hagas, pues si lloras, si impones tu lágrima, le recordarías a los alepinos, a los cadáveres, a todas las hojas perdidas, que en los ojos, además de las migas, también cabe el llanto.
    


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Escudo de Lucevelio